La Puerta

 Abel sumergió sus manos en la pila llena de agua y acercó su cara para quitar los restos de espuma de afeitar. Había tardado más en afeitarse de lo que había calculado y eso le molestó profundamente. El horario era estricto. Había motivos más que suficientes para no saltárselo. Cogió su reloj de pulsera, que tan cuidadosamente había colocado al lado de la pila, y se lo colocó en su muñeca.

El baño era la única habitación de la casa que tenía luz. No porque en ella funcionara la electricidad, sino porque a través de una minúscula claraboya entraba la luz de una farola solitaria. Cada vez que entraba al baño, Abel se recriminaba el hecho de no haber arreglado aún el panel eléctrico. Llevaba meses estropeado, pero no conseguía encontrar tiempo suficiente para solucionarlo. Había asuntos más importantes. Abel se aprovechó una vez más de la luz de la farola para mirar la hora. Aún le quedaban unos siete minutos y medio.

Abel se miró en el espejo del baño. Estaba quebrado, pero de alguna forma las piezas se sostenían las unas a las otras y no se caían del marco oxidado que las encuadraba. Se acercó un poco más a su reflejo y observó sus ojos mientras se pasaba la mano por su pelo negro. Incluso él era capaz de ver el cansancio en ellos. Pero, ¿quién podría dormir tranquilo en su situación? Una sonrisa torcida se dibujó en su cara con solo pensarlo. Tan rápido como apareció, Abel volvió a su habitual rictus de seriedad. Bajó los ojos hacia el lavabo una vez más y cogió la maquinilla que había utilizado minutos atrás. Con cierto trabajo, sacó la cuchilla y la observó. Se estaba empezando a oxidar. Anotó mentalmente que tendría que comprar una nueva y se guardó la hoja en el bolsillo del pantalón. Volvió a mirar la hora una vez más. Sólo habían pasado cuarenta y cinco segundos.

Giró sobre sí mismo y se puso de frente a la puerta del baño. Daba a una especie de recibidor que conectaba con el resto de habitaciones de la casa. ¿Acaso eso tiene un nombre en especial? Nunca se había molestado en buscarlo. Dio un par de pasos y se quedó debajo del marco de la puerta. Justo enfrente estaba la cocina, ligeramente iluminada por una vela que había dejado encendida antes de entrar en el baño. El resto de la casa estaba totalmente a oscuras. Abel sintió cómo se le tensaba el cuello; no le gustaba la oscuridad. Pero tampoco tenía muchas más opciones. Dio un paso más y miró hacia la izquierda. La puerta de la habitación estaba abierta. El cuarto estaba vacío, a excepción de una silla que había llevado Abel, la escopeta cargada y, en el otro extremo de la habitación, una puerta cerrada. Apartó la mirada rápidamente, aún le quedaban algo más de cinco minutos de descanso y no quería desperdiciarlos.

Abel avanzó hacia delante, ignorando la puerta de la derecha, la puerta de entrada. Hacía mucho tiempo que nadie la abría. Entró en la cocina y miró si había algo para comer. La luz de la vela se extinguió casi al momento de que entrara en la habitación. «Más cosas que comprar», pensó mientras cogía la última manzana que quedaba. Estaba blanda, pero ya no le importaba la calidad de los alimentos. No era su prioridad. Se comió la fruta mientras se tiraba en el colchón que ocupaba la mayor parte del suelo de la cocina. Lo había arrastrado ahí al poco de «mudarse»; sería de locos dormir en la habitación. Lo intentó las primeras noches, pero siempre lo despertaba el sonido de alguien llamando a la puerta. No a la puerta principal, sino la que estaba en la habitación. Había comprobado, rodeando la casa por fuera, que esa puerta no daba a ninguna parte. Y no se había atrevido a abrirla, ni siquiera de día. Ya bastante perturbadora le parecía una habitación que no tenía ventanas.

Abel se tumbó en la cama mientras terminaba la manzana. Aún le quedaban casi tres minutos. Miraba a través de la ventana de la cocina. Apenas había luz fuera; el atardecer estaba a punto de acabar. Tiró lo que quedaba de manzana a una esquina, y se levantó lentamente, sin estar realmente listo para ir a la habitación. Antes de salir de la cocina, cogió aire profundamente y cerró los ojos. La casa era pequeña y podía recorrer el camino hasta la habitación sin tener que mirar la oscuridad. Dando pasos rápidos, entró en el cuarto.

Colocó la silla de tal forma que a su izquierda quedó la puerta de entrada a la habitación y el recibidor, y a su derecha la puerta que no daba a ningún sitio. Cogió la escopeta, apoyó la culata en el suelo, entre sus piernas, y se recostó ligeramente sobre el arma. Miró la puerta a su derecha; era distinta a las demás de la casa. Aunque también era de madera, ésta estaba mucho más trabajada, con dibujos torneados en toda su superficie, la mayoría florales. Abel volvió a apartar la mirada y se centró en un punto indeterminado delante de él. El tiempo se había agotado, el sol ya se había puesto. Estaba totalmente rodeado por la oscuridad. Sintió cómo los músculos de su espalda y sus brazos se tensaban. Podía oír su propio corazón. Abel empezó a centrarse en su respiración. Larga, profunda. Consiguió relajarse un poco, pero aún quedaba mucha noche.

            Aun recordaba la primera vez que había entrado en aquella casa. Fue al poco de que le concedieran el puesto de detective en la comisaría. No era su primer caso de asesinato múltiple, pero sí el primero que involucraba a un niño. Aquel día, llovía con fuerza. Las luces de los coches de policía iluminaban aquella noche tan oscura. Nada más entrar, en el recibidor, se encontró los tres cadáveres. Tres disparos letales de escopeta, uno por cabeza.

            Abel rodeó los cuerpos y entró en las habitaciones, en busca de alguna pista. Ni en el baño ni en la cocina había nada llamativo, más allá de la decadencia y suciedad. Al entrar en la salita, vio por primera vez la puerta. Nunca entendió cómo una pieza tan decorada podía estar en una casa como esa. Un susurro detrás de su oreja le sorprendió. Se giró rápidamente, pero no había nadie con él en la habitación.

Salió de la casa, pasándose la mano por su nuca, como si quisiera quitarse esa sensación de encima. Fuera, sus compañeros examinaban el exterior de la casa, en busca de pruebas. Al otro lado del camino, una señora mayor tuerta miraba el espectáculo. Abel odiaba a los morbosos de las escenas del crimen. No solo rompían con la rutina que seguían al analizar una escena de crimen, sino que también podían llegar a arruinar alguna que otra pista.

            ­—­Señora, por favor, no se quede parada ahí y váyase a su casa —­dijo Abel mientras se acercaba a la mujer.

            La señora le sonrió con su arrugada cara, pero no se movió del sitio. Abel resopló, y decidió continuar con su trabajo. La finca donde estaba la casa no tenía nada de particular. Solo tenían una especie de armario exterior, con un candado mal cerrado. Dentro había otro par de escopetas. Abel no le dio demasiada importancia; habían comprobado que tenían licencias de armas, y en aquella zona había bastantes cotos de caza.

No encontraron ninguna pista significativa. Abel centró sus energías en aquel caso, dejando de lado el resto, que se apilaban en su escritorio de comisaría. Tras una bronca en privado con su jefe, se vio obligado a cerrar el caso. Al menos, oficialmente. En su fuero interno no podía permitirse dejar un caso tan grotesco sin resolver. Colocó toda la información y fotografías en el pequeño despacho de su casa. Se pasaba todas las noches tras volver del trabajo observando la pared que había decorado con las escasas pistas que habían conseguido el primer día, para tortura de su mujer, que siempre solía decir que no podía quedarse dormida hasta que él se metiera en la cama.

            Aprovechaba sus días libres para volver a la casa, ahora clausurada. Las primeras veces fue con la esperanza de que se les hubiera pasado algo, cualquier detalle. El interior no cambió en el más mínimo detalle, aunque con el paso de los meses, las telas de araña se empezaron a acumular en los rincones. Recorrió cada milímetro de aquella vivienda y de aquella finca en sus visitas. Nunca encontró nada. Era una casa abandonada en mitad de ninguna parte.

            Su mujer le recriminaba aquellos viajes, que prefiriera seguir con aquel hobby tan extraño a pasar tiempo con ella. Abel sabía que ella no lo entendería. Se lo intentó explicar. ¿Cómo iba a dejar tal caso sin resolver? Eso sí que hubiera sido extraño.

            Sin embargo, para intentar mantener la relación con su mujer, decidió dejar de ir cuando libraba. En su lugar, compró unas gotas de una sustancia sedante y discretamente echaba un par al vaso de agua que su mujer se tomaba antes de ir a dormir. Caía rendida a los pocos minutos y él podía ir a visitar la casa de nuevo, aunque fuera ya de noche. Así, quizás incluso podría ver algo que se le hubiera pasado por alto durante el día. La única desventaja que encontraba a este método es que el frasco advertía que un uso continuado generaba resistencia a la mediación. Abel no quería bajo ningún motivo despertar a su mujer, así que cada noche usaba una gota más que el día anterior.

            Con cada viaje, sin embargo, los motivos de la visita se iban difuminando y se encontró a sí mismo de madrugada delante de aquella casa, preguntándose si realmente tenía algo que hacer ahí. ¿Habría algo que encontrar si después de tantos meses seguía en el mismo punto?

            —­¿Has encontrado los susurros?

            Abel se giró y vio a vario metros de él a la señora tuerta.

            —­¿Perdone?

            —­Los susurros, niño, los susurros.

            Abel se giró hacia la fachada de la casa intentado encontrar una explicación en ella.

            —­Señora, no entiendo…

            Cuando se volvió hacia donde estaba la mujer, ella ya había desaparecido.

            Abel rodeó la casa. El armario lleno de escopetas seguía sin estar cerrado con candado. Al abrir la puerta, las escopetas seguían ahí. Nadie las había tocado en todo ese tiempo. Cogió una de ellas, confirmó que estaba cargada y por fin tuvo el valor para entrar otra vez en la casa. Su instinto le decía que no podía ser él el que estaba en inferioridad, en caso de confrontación.

Habían limpiado el suelo de sangre pocos días después de encontrar los cuerpos. Se encaró a la salita con la puerta y se quedó mirándola unos segundos, pensando en cómo había llegado a esa situación. Su imaginación se había desbocado y bordeaba la locura, pero aún estaba a tiempo de irse a casa y cerrar el caso de una vez por todas.

            Tres golpes en la puerta le detuvieron. Eran reales. No había ningún ápice de dudas. Abel apuntó la escopeta hacia la puerta. No se movió en toda la noche.

Un ruido lo sobresaltó. Estaba seguro de que, entre sus recuerdos, se había quedado dormido. Le solía pasar. Intentaba dormir durante el día para así poder llevar a cabo su vigilia autoimpuesta, pero resultaba complicado cambiar el orden natural. Por un momento pensó que el ruido había sido una mezcla de un sueño que ya no podía recordar y sus recuerdos. Abel dejó la escopeta a un lado y aprovechó para estirar la espalda. La apoyó en el respaldo de la silla, a la vez que llevaba los hombros y la cabeza hacia atrás. El cuello le dolía, pero intentó no pensar demasiado en ello.

Abel ni siquiera entendía qué era lo que lo retenía allí. Nadie lo obligaba a quedarse en aquella casa ni nadie lo obligaba a vigilar una puerta que nunca se había abierto y que no daba a ninguna parte. Todas las noches pensaba en lo mismo, pero siempre llegaba a la misma conclusión: si él se iba, otra persona vendría y pasaría por lo mismo. Así que, si alguien tenía que hacerlo, prefería que fuera él. Además, estaba seguro de que, si se iba, pasaría el resto de su vida pensando en aquella puerta que no daba a ningún sitio y en los futuros posibles inquilinos de la casa.

«Menuda mierda», pensó, mientras se frotaba la cara con la mano. De repente volvió a ser consciente de la oscuridad que le rodeaba y todos sus músculos se volvieron a tensar. Rápidamente volvió a coger la escopeta; se sentía algo más seguro así. Abel volvió a escuchar el ruido que le despertó. No salía de la puerta, sino de fuera de la casa, como si algo o alguien estuviera rodeándola. Agudizó el oído, intentando discernir qué era.

Lo siguiente que oyó Abel fue ruido de cristales rotos. Venía de la cocina. Se levantó de la silla rápidamente. Se colocó la culata de la escopeta en el hombro derecho y quedó enfrente de la entrada del cuarto. Apuntaba hacia el recibidor, aunque no había nadie en él.

Abel escuchó perfectamente como alguien, con mucho esfuerzo, intentaba entrar en la cocina a través de la ventana. Hubo un golpe sordo: posiblemente ese alguien hubiera caído sobre el colchón. Inspiró profundamente, sin dejar de apuntar, mientras se le tensaban los músculos del cuello al darse cuenta de que estaba de espaldas a la puerta sin salida. No le gustaba nada esa idea. Antes de que pudiera cambiar su posición, una sombra apareció, saliendo desde la cocina.

Aquella sombra, de aspecto humanoide, se movía con lentitud, silenciosamente, como si eso deshiciera todo el ruido que ya había hecho. Había demasiada oscuridad como para que Abel pudiera distinguir los detalles de aquella figura. Aquel ser aún no le había visto y decidió aprovechar esa minúscula ventaja. Sentía su corazón latiendo en su pecho, como si fuera a salírsele por la garganta. Respiró profundamente un par de veces, agarró con fuerza la escopeta y al fin pudo articular unas palabras:

—Quieto ahí.

Se sorprendió de lo ronca que sonaba su voz. Hacía ya varios meses que no había pronunciado ninguna palabra en voz alta.

La sombra se giró hacia él y Abel pudo ver que era un chico, mucho más joven que él. Se asustó al darse cuenta de la presencia de Abel y, sobre todo, de la escopeta. El chico levantó las manos apresuradamente y de puro miedo cayó de rodillas al suelo. Abel se dio cuenta de que seguía de espaldas a la puerta sin salida y eso hizo que se le erizase el pelo de la nuca. Mandó al chico acercarse y sentarse en la silla de la habitación, mientras él apoyaba su espalda en la pared, quedando justo enfrente de la silla. El chico obedeció rápidamente y sin mediar palabra.

            —¿Para qué coño has entrado en esta casa? —preguntó Abel, sin dejar de apuntarle con la escopeta. Su voz seguía sonando ronca.

El chico guardó silencio, pero Abel podía ver que tenía miedo. Quizás incluso estuviera llorando; había demasiada oscuridad como para estar seguro.

            —Responde, joder —masculló Abel entre dientes, pero lo suficientemente alto como para que el chico le oyera.

            —No… No lo sé —murmuró el chico, con la voz a medio quebrar por las lágrimas.

            —¿Cómo que no lo sabes? ¿Acaso entras en las casas sin motivo?

            —No, joder… —El chico se agarró fuertemente el pelo, mientras empezaba a sollozar—. Simplemente tuve la necesidad de entrar. Por favor, no me mate…

Antes de que Abel pudiera preguntarle más al respecto, escuchó un sonido que hacía meses que no oía. Alguien llamaba a la puerta. Tres veces. Tres golpes secos. Dejó de respirar por unos segundos, mientras se olvidaba de apuntar al chico y se le tensaban los músculos de la espalda. Por el rabillo del ojo, Abel se dio cuenta de que el chico también los había escuchado. Al menos no se los había imaginado.

            —Hay que abrirla —musitó el chico, mientras sus ojos enrojecidos por las lágrimas se clavaban en la puerta.

            —Ni de coña, chaval.

El chico giró su cabeza rápidamente hacia a Abel. Se sostuvieron las miradas durante unos segundos. Abel vio como el miedo de los ojos del chico había desaparecido y ahora su mirada era mucho más vidriosa. El chico cogió rápidamente el cañón de la escopeta y tiró de ella hacia sí mismo. Abel intentó retenerla, pero el movimiento le pilló desprevenido. El chico se quedó con la escopeta, pero, antes de que pudiera siquiera apuntar, Abel le golpeó en el codo, haciendo que el chico soltara el arma. Abel se agachó rápidamente para recuperarla. El chico tuvo mejores reflejos y le pegó una patada a la escopeta, haciendo que se deslizase fuera de la habitación. Giró sobre sí mismo y encaró la puerta sin salida, dispuesto a abrirla. Abel masculló unos insultos. Tenía que decidir entre recuperar el arma o asegurarse de que el chico no abriera la puerta. Se decidió por la segunda opción y saltó sobre el chico, derribándolo, antes de que pudiera siquiera tocar el pomo de la puerta.

Ya en el suelo, ambos forcejearon, hasta que Abel le propinó un derechazo al chico. Éste le escupió a la cara y le gritó:

            —¡La puerta debe abrirse!

Abel, como respuesta, le dio otro puñetazo. El chico siguió repitiendo las mismas palabras una y otra vez, totalmente enajenado. Abel no podía permitir que la puerta se abriese, pero el chico no parecía estar abierto a ser convencido.

            —No tengo más remedio, entonces —susurró Abel, mientras se metía la mano en su bolsillo y sacaba la cuchilla de afeitar oxidada.

Abel inspiró profundamente y, antes de que pudiera cambiar de opinión, clavó la cuchilla en la yugular del chico. Éste dejó de gritar y el miedo se hizo patente en sus ojos. No se lo esperaba. Movió sus labios, como diciendo un “por favor”, pero Abel lo ignoró.

            —Demasiado tarde, chaval.

Abel clavó aún más la cuchilla, hasta que se hundió completamente en el cuello del chico. Luego, metió sus dedos en la herida y la sacó de nuevo. El chico iba a empezar a gritar de nuevo, así que cogió la cuchilla y le cortó profundamente el cuello de un lado hacia otro. Luego repitió el proceso, pero esta vez deslizando la cuchilla de arriba a abajo. Puso la cuchilla a un lado, introdujo sus dejos en la cruz que acababa de dibujar y abrió la herida todo lo que su fuerza le permitió. Sintió como la sangre caliente del chico brotaba profusamente y le manchaba las manos. El chico se ahogaba con su propia sangre y hacía varios minutos que había dejado de luchar por su vida. Abel sacó las manos de la herida cuando estuvo seguro de que el chico había muerto. Fue entonces cuando oyó una voz desconocida, que no parecía humana.

Abre la puerta.

            —Nadie va a abrirla. Te lo aseguro —le respondió Abel, mientras se reía por lo bajo.

Abel se levantó y cogió al chico por las piernas. Lo llevó a rastras a la cocina, donde tenía planeado deshacerse del cuerpo. Mientras recorría el corto pasillo, ignoró por completo cómo alguien llamaba desesperadamente a la puerta.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tradición familiar

Diecisiete años

Buenas noches