Tradición familiar

Con el corazón a mil y sin aire en mis pulmones, conseguí llegar a la buhardilla de la casa de mis padres. Prefería no pensar en cómo lo había logrado, ya que era probable que jamás pudiera volver a llegar a ese rincón una vez bajara de nuevo. Miré a mi alrededor. Un solitario haz de luz iluminaba aquel lugar. Las motas de polvo flotaban sin alterarse por mi presencia. Todo parecía estar decorado con telas de araña, aunque no había ni rastro de sus creadoras.

Sentado con las piernas colgando en el agujero que hacía de entrada a la buhardilla, no sabía muy bien por dónde empezar. Siendo sinceros, tampoco sabía muy bien qué estaba buscando exactamente. Muebles antiguos y cajas cargadas de recuerdos eran lo único que habíamos guardado con el paso de años. Agarré mi bastón y di con la empuñadura tres toques al suelo. No hizo mucho ruido, pero la reverberación lo exageró en demasía. Qué incrédulo había sido al pensar que podría haber andado con libertad por esa zona de la casa.

Resoplé y me incliné hacia un lado para coger una de las cajas. La abrí sin mucha dificultad y empecé a curiosear su contenido. Un montón de carpetas con documentos de Hacienda, que debieron de ser importantes en su momento. Un collar para nuestro gato Carlo (nunca se lo llegamos a poner). Un puñado de fotos de mis padres en bodas y comuniones. Botones sueltos. Una cajita de metal verde. Un par de relojes de mi padre, uno de ellos roto. Unas tijeras de costura. Cuatro libros de bolsillo antiguos. Un montón de billetes avión grapados. Una araña de patas largas, muerta. Un tapón de rosca de una botella. Un boli de una aseguradora que ya había quebrado.

Volví a la cajita verde e intenté abrirla. Estaba atascada. Intenté forzarla con mis dedos hasta que se pusieron blancos. Luego intenté abrirla con mis uñas, pero me las había cortado dos días antes y no tenía suficiente palanca. La dejé en el suelo y le di un par de golpes suaves con mi bastón. No sirvió, así que le di otro par de golpes duros. Logré hacerle una mella en la tapa, pero por lo demás no se movió.

—Hija de la gran…

 Me giré hacia otras cajas de cartón y rebusqué en su interior. En la tercera caja que abrí, encontré un destornillador oxidado. Perfecto. Inserté su punta plana en la unión entre la tapa y el resto de la cajita. La sujeté con una mano para que no se moviera y con la otra puse como pude todo mi peso encima.

La mano sobre el destornillador se resbaló haciendo que tanto la cajita verde como yo perdiéramos el equilibrio. Yo casi me doy con la barbilla en el suelo de madera. La cajita dio un par de vueltas en el aire.

Me incorporé y me incliné hacia donde la cajita había caído. Ni el destornillador ni el salir volando habían conseguido abrirla, pero al menos ahora había una mella en la unión entre la tapa y el cuerpo de la cajita. Volví a intentar abrirla con mis manos.

Mis dedos volvieron a ponerse blancos. Contuve la respiración mientras hacía fuerza. Si mi mujer me hubiese estado viendo en ese momento hubiera dicho que mi cara parecía un tomate con una cara pintada encima.

Tras un par de minutos, la tapa de la cajita se separó del resto. Fue tan violento y casi inesperado que su contenido casi vuela por los aires. Me doblé sobre mí mismo, protegiendo la cajita y evitando que el desastre fuera todavía mayor.

Dejé la tapa a un lado y saqué los papeles que había dentro. Los reconocí al momento.

Las 48 cartas que mi padre escribió durante los 48 últimos meses de su vida. Las 48 cartas que mi padre escondió.

Me había confesado de su existencia. Al menos a medias. Casi un año después de que le diagnosticaran con una demencia, tomando un café mientras fingíamos ver Saber y Ganar.

Me dijo que le ayudaban a no olvidar. A saber quién es quién. Obviamente no funcionó. También me dijo que eran tan personales que no quería que nadie las leyera. Que no quería que pensáramos que era un blandengue. Así que las iba encondiendo donde nunca nadie miraba.

En su momento le di muchas vueltas a dónde podrían estar escondidas. La verdad es que me avergüenza un poco admitir que jamás pensé en mirar en la buhardilla. Sí que miré en su mesilla, o incluso en el botiquín del baño principal. Supongo que eso quiere decir que mi padre escogió a la perfección su escondite.

Hojeé las cartas. Parecían estar todas, todos los meses. La última apenas era de unos días antes de su muerte. ¿Cómo era posible que su demencia hubiera arrasado con todo salvo con la idea de tener que escribir una carta al mes?

Empecé a leerlas sin ningún remordimiento. A estas alturas, ¿qué más daba?

La primera, la más antigua, era sin dudas la más formal. Como si alguien le estuviera obligando a hablar de sus emociones a alguien que no sabe expresarlas. Su letra cursiva era pulcra y pequeña.

«Sara es mi esposa. Es una mujer guapa y dulce. Le molesta cuando me como las patatas antes que la carne, o la ensalada antes que el pescado. No suele gritar, pero sabe cuidar geranios y hace las mejores lasañas del mundo. La quiero mucho.»

«Carol y Alberto son mis hijos. Son adultos y cada uno tiene su familia, pero me suelen visitar a menudo. A Carol le gusta el fútbol y vemos los partidos del Mundial juntos. Celebra cada gol como si lo hubiera marcado ella. Alberto prefiere sacarme a comer y al bar. Jugamos al dominó y a la brisca. Suelo hacer trampas porque es muy mal ganador. Quiero a los dos mucho.»

Obvié el resto de la carta y me fui a otra. Escogí un par en algún punto intermedio de esos 48 meses. Se notaba que se había acostumbrado a escribir sobre sí mismo y era más sincero. Lo mezclaba a veces con pensamientos aleatorios. Como si recordase que tenía que escribir, pero no sobré qué. La letra era más ruda, más grande y más dubitativa que antes.

«No creo que nunca me haya gustado el golf. Solo el nombre suena terriblemente aburrido. Es un poco como el tenis. El mejor nombre lo tiene el voleibol.»

«A veces Sara desaparece de mi cabeza. Cuando la vuelvo a recordar, se me llenan los ojos de lágrimas. ¿Cómo es posible que no me dé cuenta de que ya no está aquí dentro? ¿Me habré olvidado de alguien más? No me atrevo a leer las cartas anteriores. ¿Qué haré cuando ella ya no vuelva nunca más? ¿Qué será de mí cuando ya no sea más que un cascarón vacío?»

«Los pistachos y las nueces son demasiado duros para mí. Prefiero las almendras. Me las dejo en la boca y dejo que se pongas blandas antes de tragarlas como una pastilla. Es como nocilla, pero sin chocolate.»

«No conozco a esta gente. Me sonríen. Han puesto la mesa bonita. Es brillante. De la cocina sale un olor que me hace babear. No los conozco, pero de alguna forma sé que les quiero.»

Cogí la última carta. Acompañé a mi padre a todas las visitas del geriatra y el neurólogo, así que sabía perfectamente qué me iba a encontrar. Un montón de líneas de pulso irregular, dibujadas con lápiz. Quizás tuvieran un significado para él, pero yo fui incapaz de descifrarlo.

Me pasé los siguientes minutos procesando lo que había acabado de leer. Me sentí mal por no llorar.

Puse todas las cartas de vuelta en la cajita, con su tapa. Después coloqué la cajita verde en la misma caja de cartón de la que la saqué. No sabía si debía contárselo a mi hermana o dejar la existencia de estas cartas como un secreto entre mi padre y yo.

Suspiré. Eso sería un problema de mi yo del futuro.

Cogí mi bastón y con dificultad empecé a bajar de la buhardilla. Mis músculos cada vez se movían peor. Sin saber cómo, acabé sano y salvo en el pasillo. La entrada a la buhardilla quedó abierta. Ya le pediría a alguno de mis sobrinos que la cierre por mí.

Andando por el pasillo de aquella vieja casa, el suelo crujía bajo mi peso y el de mi bastón. Los mismos crujidos que provocó mi padre al ocultar las cartas. El mismo camino solo en un tiempo distinto.

Me pregunté si yo hubiera terminado igual que mi padre de haber tenido más tiempo. Quizás era mejor no saberlo. Quizás era mejor pensar que el sufrimiento no es eterno y que me reencontraré con mi padre antes de lo que él espera.

Espero que no me eche la bronca por haber leído algunas de las cartas. Quizás debería escribir algunas yo también. Para que, en su momento, él pueda leerlas y así estemos en paz.

Quizás esta debería ser una nueva tradición familiar.

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